La música antes de internet
Dedicado a los millenials, que lo tienen todo tan fácil…
Cómo descubríamos, compartíamos y vivíamos la música en la era pre-internet
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que acceder a la música era casi una aventura. No lo teníamos todo tan fácil, tan inmediato, tan al alcance; tan “I want it all and I want it now”, en palabras de Queen. Había que buscarse la vida para conocer, para descubrir, para salirse de las corrientes de la época que todo lo copaban (había que escapar, sobre todo, de la dictadura de Los 40). No era tan fácil y accesible, no, pero era mucho más apasionante. La ilusión de descubrir nuevos grupos, nuevos sonidos, nuevas olas; de ir más allá de las modas de aquí, de abrirse a mundos desconocidos y sorprendentes que estaban tan distantes, tan inaccesibles, tan ocultos como el lado oscuro de la luna. Y la emoción de intercambiar esos descubrimientos con tus amigos, de absorber información y compartir gustos, de hacer insistente pedagogía con las obras maestras de tus ídolos (¡a cuántos no habré metido yo el Bat Out If Hell de Meat Loaf por las orejas!), de contribuir, en fin, a expandir esa cultura musical de andar por casa que tanto nos llenaba. Porque la Música era parte importante de nuestras vidas. Una parte muy, muy importante. Twitea éste post o compártelo en Facebook
Puede que sea una visión romántica de lo que vivimos, en aquellos años 80 y 90, los hambrientos de la buena música; los inquietos, los inconformistas, los insurgentes que nos enfrentábamos a lo impuesto con armas tan poderosas como la ilusión, la curiosidad insaciable y la mente abierta de par en par.
¿Y cómo demonios nos apañábamos para conocer, descubrir y compartir, incluso para comprar, si no había youtube ni spotify ni p2p ni redes sociales? Bueno, teníamos nuestros recursos. Todo costaba más (en ambos sentidos), pero se compensaba con ese punto de placentera emoción, de romántico logro, imposible en estos tiempos de sobresaturación, gratis total y acceso inmediato.
Nos vemos en los bares
Había en aquellos años muchas y variadas formas de descubrir esa música que anhelabas pero que aquí, en España, no era fácil de encontrar en los canales habituales. Una, fundamental, era los bares de copas. Los bares eran nuestras redes sociales. Había de todo, claro, pero abundaban los locales donde la buena música era protagonista absoluta; algunos muy tribales (rockeros, mods, heavies, blueseros) pero otros muchos de ambiente ecléctico, en los que convivían en armonía todo tipo de tribus y gustos. Nos unía la música. Yo hablo de lo que conozco, y en aquel Madrid de los 80 teníamos bares donde se pinchaba una música hoy imposible de encontrar. Música para hablar, beber y disfrutar de la música; de esa otra música que no copaban las radios y a tele (la sempiterna Movida, el tecno y demás). Donde el rock, el blues, el soul e incluso el country sonaban con fascinante naturalidad. Sitios míticos como el Honky Tonk, el Sol, el Dowtown, La Coquette, La Vía Láctea, el Baroja, el King Creole, el Jam, el Taste, el Nashville de Jose Bulevar y su primo Taxi Morrison, el Soho o el Barceló (en los que yo pinché); y cientos de garitos más, a lo largo de los años, donde la música, la buena música, era lo más importante. Casi lo único importante. Allí escuchabas, comentabas, intercambiabas información, preguntabas al pincha (sin dar la lata), asimilabas, disfrutabas…
Mucho aprendí también durante mis escapadas a Zarauz, mi segunda casa. Un pequeño pueblo antes pesquero y ahora surfero con una cultura musical extraordinaria (como en todo el País Vasco), con decenas de pequeños garitos en los que solo se escuchaba lo mejorcito de la música internacional. Con especial mención al mítico Fany, al Antxe de mi amigo Xavi y al Nashville de Darío y Charlie, auténtico templo del buen rock y muy especialmente el californiano, que llenaba nuestras noches de Eagles, Jackson Browne, Dr. Hook, John Hiatt o los Byrds. Y Ballantines on the rocks.
“Locutores que sabían un queso y que ejercían de nuestros pacientes maestros desde sus cabinas de mando; con un gusto exquisito y variado, y un tono didáctico y siempre interesante»
Cuando la radio era música no enlatada
La radio también era fundamental en esta batalla contra la mediocridad de la mayoría. Frente a Los 40 y las radio-fórmulas de marras teníamos programas que hoy serían casi imposibles de comercializar (con permiso de Radio 3). Locutores que sabían un queso y que ejercían de nuestros pacientes maestros desde sus cabinas de mando; con un gusto exquisito y variado, y un tono didáctico y siempre interesante. Nombres míticos como Julio Ruiz, José Ramón Pardo Gonzalo Garrido, Jesús Ordovás, Diego A. Manrique, Rafael Abitbol, Manolo Fernández. Por supuesto, el legendario Ángel Álvarez y su Vuelo 605 que, “con los saludos de El Corte Inglés”, nos acercaba cada noche lo mejor de lo mejor de la música anglosajona, de los años 60, 70 y 80, de Ray Peterson a Ultravox, de Fats Domino a Dylan, de Natalie Cole a Matt Monro, Manfred Mann, The Waterboys o The Hollies… Estaba también Luis Cuevas y su programa de country, que todas las tardes nos acercaba a nombres legendarios –y tan lejanos- como George Jones, Don Williams, Emmilou Harris, Loretta Lynn, Randy Travis, Kris Kristofferson, Waylon Jennings, la Nitty Gritty o Johnny Rivers, y que me enseñó a conocer y amar el country de verdad, el genuino, que era mucho más que Kenny Rogers y el inefable Billy Ray Cyrus.
Y, por encima de todos ellos, mi gran maestro, mi referente número uno, Vicente Cagiao y su programa Ciclos. Para mí el más sabio de los locutores de aquellos tiempos (estuvo 15 temporadas en antena), y quien a lo largo de los años me descubría cada tarde todo un universo de buena música, grandes grupos desconocidos aquí o grandísimas canciones desconocidas de mis artistas favoritos. Una tarde cualquiera de Ciclos podían sonar Pink Floyd, los Beatles, Joe Jackson, Fleetwood Mac, Neil Young, Marillion, Ian Hunter, Led Zeppelin, Bob Dylan, John Cougar, Bowie, J.J. Cale, Elvis Costello, la J. Geils Band, los Who, Cánovas Rodrigo Adolfo y Guzmán o Triana. Sin señales horarias, sin interrupciones, del crujido inicial del vinilo hasta el último surco de la canción; comentando la información precisa, la anécdota, la curiosidad, con su voz pausada y magistral. Un lujo que disfruté muchas tardes durante años y que fue, en parte, culpable de mis pobres notas en los primeros años de carrera. Nunca estaré lo suficientemente agradecido al gran Vicente Cagiao por todo lo que me enseñó (a mí y a tantos). Como recuerdo imborrable –aparte los incontables discos que compré siguiendo sus directrices- aún conservo unas cuantas de las cintas que grabé de su programa, mientras hacía que estudiaba…
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Yo te grabo, tú me grabas
El intercambio de cintas era nuestro p2p particular. Confiabas en el buen gusto de tus amigos y te dejabas recomendar (y viceversa). Mente abierta y hambre de descubrir. Era una eficaz forma de aprender músicas nuevas, además de un sistema de ahorro muy necesario para nuestras precarias economías. Aparte de las cintas que te grababas para uso personal (mezclabas y recopilabas a tu gusto; y además conservabas los vinilos en buen estado) siempre estabas regalando y recibiendo. Cintas grabadas con todo mimo, a conciencia, con su título a colores, con los nombres de las canciones y de los artistas escritos con letra muy cuidada. Eran un regalo. Algunas aún las conservo como un pequeño tesoro: las de country y folk irlandés de mi amigo Doc; los recopilatorios de Eagles y Van Morrison que me grabó Ernesto; los descubrimientos en casa de Pat & Mike; las cintas que me grabaron en algunos de mis bares favoritos…
¿Y esa canción de quién es?
Ese afán incombustible por descubrir, por aprender, te mantenía constantemente oído avizor. Escuchabas algo que te emocionaba y sentías la necesidad imperiosa de saber de quién era. Pegabas la oreja a la radio, esperando el comentario del locutor, o preguntabas a tus colegas más cercanos y melómanos (los había muy especializados en determinadas músicas), o al pincha de turno, si estabas en un bar; o al de la tienda de discos, si la canción te pillaba comprando u ojeando. No había shazam, claro, ni Siri, pero siempre había alguien a quien preguntar, que sabía más que tú y que estaba encantado de poner nombre a ese hallazgo entusiasta.
También había interesantes libros y muy didácticos coleccionables que eran una verdadera escuela de música (yo aún conservo completo el de La Historia del Rock, que llegaba mensualmente a los kioscos con fascículo y vinilo).
La música costaba más pero emocionaba más
Ahora lo pienso, y la de pasta que nos habríamos ahorrado si hubiéramos tenido spotify o Apple music. No teníamos otra opción que no fuera comprar discos o intercambiar cintas. Podías, eso sí, comprar solo el single, o esperar al Greatest Hits de rigor. Porque sí es cierto que muchas veces el álbum de turno tenía cuatro canciones memorables y el resto eran olvidables (también es cierto que, casi siempre, las joyas estaban escondidas en las caras B). Pero molaba coleccionar. Ir recopilando los discos de tus ídolos, esperar ansiosamente el siguiente lanzamiento. Y el día que te hacías, por fin, con el último álbum o el descubrimiento de turno, sólo podías pensar en llegar a casa, ponerte los cascos y escucharlo de arriba abajo, prestando atención a cada sonido, a cada instrumento, leyéndote la letra de cada canción, incluidas en el álbum. Cerrando los ojos y dejándote llevar. Y esa noche, en el bar, comentando y compartiendo la emoción con tus colegas, entre partida y partida de billar.
Estaban las tiendas míticas, claro: Madrid Rock, Discoplay, Musika (en Sanse), Disco Express, La Metralleta (de segunda mano, donde te dejabas los dedos buscando y rebuscando). Pero luego cada cual tenía sus lugares de confianza, su particular spotify. Yo recuerdo con cariño Bangladesh, una pequeña tienda de discos en Chamberí que traía mucha música de Londres; y muy especialmente la tienda de Iñaki, en Zarauz, con su grueso directorio anual de discos (una especie de páginas amarillas con todos los discos publicados en el mundo cada año), que me descubrió verdaderas joyas inéditas. Caras, pero inéditas.
Y siempre, siempre, el directo
Esto ha cambiado poco, afortunadamente. La música en vivo era otra maravillosa forma de conocer, disfrutar y compartir música. Era nuestro particular YouTube. Grupos emergentes que llegaban con nuevas propuestas, alejadas de lo que imponía la radio-fórmula o la tele en playback. Mucho rock, mucho blues, mucho country, y alguna banda tributo que nos acercaba a nuestros ídolos. Flying Gallardos, Red House, J. Bulevar, Sticky Fingers, Travelling Band, Cañones y Mantequilla, Vargas Blues Band, Kike Jambalaya… Nos descubrían otros mundos y nos hacían tremendamente felices. Algunos siguen dando guerra todavía, varias décadas después.
Y, por supuesto, el éxtasis del directo llegaba cuando nos visitaban las leyendas, muchas de las cuales vimos por cuatro duros. Jackson Browne, Pink Floyd, los Stones, Dire Straits, Lou Reed, los Smiths, Meat Loaf, los Beach Boys, Van Morrison & The Chieftains, Bonnie Raitt, Fats Domino, Eric Clapton… Esto, la verdad, ha cambiado poco. Salvo el precio de las entradas, claro, pero eso es otra cuestión.
En fin. No teníamos Spotify, ni YouTube, ni eMule, ni Shazam, ni Facebook ni tantas (maravillosas) aplicaciones actuales enfocadas a la difusión de la música. Pero nunca dejamos de descubrir, de compartir, de coleccionar, de disfrutar, de vivir intensamente, apasionadamente, la Música. Quizá no más que ahora, pero sí de una forma radicalmente distinta. Más palpable. Más romántica. Más auténtica. Y eso, queridos millenials, es algo que nos ha permitido entender y saborear la vida de otra manera.
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¡Muchas gracias!
Pepe Álvarez de las Asturias